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Crónica de un entramado social tejido por el comercio local en la década de los 70 del siglo pasado

Texto del Pregón pronunciado por la profesora María del Pino Rodríguez Socorro copinorodriguezn motivo del inicio de las fiestas de Santa Brígida el pasado sábado: Estimado Alcalde, Concejales y Concejalas de la Corporación Municipal, vecinos y vecinas de la Villa de Santa Brígida, amigos y amigas, buenas noches. Mis primeras palabras de este relato quiero que sean de agradecimiento por la deferencia que ha dispensado la Comisión de Fiestas Patronales en mi persona, al otorgarme el honor de oficiar hoy el pregón de las fiestas más antiguas de nuestra Villa, las Fiestas Patronales de Santa Brígida y además, ser la voz de todo un pueblo que ha sufrido una transformación considerable de identidad en los últimos tiempos, que me ha visto crecer y en parte, desarrollarme profesionalmente. Y de agradecimiento también a todos Ustedes por estar aquí y por las muestras de cariño y afecto que me han otorgado desde el momento que se hiciera público mi nombre como Pregonera de las Fiestas. Gracias a todos, de corazón.

Pero mi satisfacción es mayor en un año en el que recordamos al célebre escritor de todos los tiempos, Miguel de Cervantes porque para mí supone un encuentro con mi deseada patria y donde en verdad hiciera muchas amistades, me dieron de comer y me regalaron lo posible, como bien dijera el tan recordado ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha cuando regresó a su aldea.

Sinceramente, cuando Pedro Luís García y Fátima López me comunicaron la inesperada noticia, pasé de la sorpresa inicial, a la alegría y orgullo por la tarea encomendada.

Debo reconocer que, en ese momento, por mi mente pasaron los nombres de los diferentes pregoneros que me han precedido en los últimos tiempos, recordando sus experiencias vividas y pensé, ¿qué podría aportar yo a la historia de mis fiestas? Y, sin lugar a duda, fue en ese momento cuando se agolparon en mi mente los recuerdos de mi entrañable niñez, donde el corazón pudo más que la razón y acepté encantada al tan tentador reto.

Por todo ello, entenderán que hoy es un día muy especial para mí, un día con sentimientos encontrados y de responsabilidad por lo que representa para mí ser la Pregonera, rodeada de mi familia, vecinos y amigos, pero también, un día en que los recuerdos de personas cercanas que ya no están con nosotros son más intensos.

Es el caso de mi madre que estoy segura que donde está para ella también será un día muy especial.

En esta noche sin sueño, pero con la que seguro todos soñamos, me siento como una notaria del tiempo que anuncia no sólo la llegada de las Fiestas Patronales sino también la que constata como por unos días el pueblo se ilumina y en cierto modo, se rehace tornando de nuevo a nuestras raíces, a encontrar las caras amigas y los olores, sonidos y sabores a fiesta familiar.

Por tanto y llegados a este punto la fiesta se va a convertir en un espacio para el encuentro, para el rejuvenecimiento, para la nostalgia y, sobre todo, para las ilusiones que cada año se renuevan. No debemos olvidar que combinar tradición con la modernidad es la más sabia aspiración a la que puede anhelar el hombre y, en este sentido, no podemos llevarnos por el ritmo frenético del día a día que deshumaniza un territorio, haciendo que perdamos nuestras verdaderas señas de identidad que tanto ha costado crear a nuestros antepasados. De este modo, les propongo regresar, de cuando en cuando, al sosiego de un pasado que tuvo muchas cosas buenas y perpetuarlas en nuestros descendientes.

Un buen ejemplo de ello es recuperar el talante afectuoso y sabio del que hicieron gala hombres y mujeres de Santa Brígida y que tanto marcaron el desarrollo social y económico de nuestro municipio, en un periodo de mi vida que difícilmente podré olvidar, mi niñez. Hoy quiero, desde el lugar que me ocupa, homenajearles a todos ellos.

Y, en este sentido, para poder entender el papel que ejercieron, les propongo también recuperar espacios que mucho dieron de sí y el hábito al paseo plácido y tranquilo que unía la Plaza de la Iglesia, pasando por el emblemático edificio de La Alcantarilla y llegar a la sombra del laurel de indias del Parque Municipal, donde los niños y niñas de mi generación jugamos y dedicamos largas horas, sobre todo en el periodo estival, a los entretenimientos propios de aquella edad, saltar a la soga, al teje, a la escondite o al boliche, en un espacio público concebido para tal fin y que hoy se ha perdido.

María Amelia Fabelo, Inés Santana, Sonsoles Montesdeoca, Ignacito Ortiz, Antonio Ventura, Ignacio Déniz, Gema Santana, Ignacio Rodríguez, María Elena Rivero, Manoli Santana, Mercedes Navarro, Lucio Santana, Lourdes Santana, Ana Tere Socorro, Ani Ascanio, Andrés Sánchez y Malene Sancho son, entre otros, los verdaderos protagonistas de este escenario. Asimismo, fue el magnífico escenario donde tantas personas de nuestro entorno cercano se conocieron y supieron trasmitir los valores humanos propios de un pueblo llano, culto y sencillo, como es el nuestro.

Este fue el caso de una entrañable persona de la que tanto aprendí, Doña Lucía Nieves. En su escuelita con mesas largas y sillas de madera, todos los niños de mi generación aprendimos las verdaderas competencias básicas que las personas precisan para su desarrollo personal, así como para ser ciudadano activo e integrado en la sociedad antes de cumplir los 6 años, periodo en el que accedí primero al Grupo escolar y luego al actual Centro Público de Educación Infantil y Primaria, Colegio Público Juan del Río Ayala, por aquel entonces.

Llegar a casa de Doña Lucía era una verdadera odisea para mis padres cada mañana ya que, como una niña de cuatro años muy apegada a su familia, prefería quedarme en casa y no ir al colegio. Y eso, que no venía sola ya que mi padre en el furgón azul que aún conserva, traía a todos los niños del barrio, Manoli, José Felipe y a mis primos José Luís, Fernando, María Elena, Loly, Juan Manuel y Pedro José. Pero el mejor enganche que existía y, siempre funcionaba, era antes de ir a la escuelita pasar primero por la pescadería de Periquito Rodríguez, el pescador. Él, con toda la bondad que le caracterizaba, depositaba en una bolsa transparente una pequeña sardina que luego yo paseaba por la calle de En medio hasta llegar a la entrada del Ayuntamiento y acceder, durante unos minutos a la fuente del patio central. Mirar los peces y enseñarle a otro de distinta especie, era el mejor aliciente para comenzar la jornada escolar. Domingo Pérez y Pilarito Navarro eran mis grandes embajadores y Cristobita Martel, quien me imponía respeto. Quien me iba a decir a mí, que unos años más tarde, Domingo era quien cada mañana daba registro de salida a aquellos documentos que salía de mi Departamento en el Ayuntamiento durante mis años de estancia laboral allí.

De aquella época recuerdo con añoranza, la bondad de Doña Lucía a la hora de enseñar; como todos aprendimos a leer y escribir y el paseo que me daba hasta la dulcería de Rosita cada vez que se me acababa la libreta. Eran otros tiempos, y con toda confianza ella nos daba el dinero y sabía perfectamente el tiempo que tardaba en ir y volver a través de la calle Nueva.

Pero el tiempo pasó y accedí al Colegio Público. Ahora sí que iba contenta y alegre al colegio; también era cierto que venía conmigo mi hermana Soly. Cada mañana el punto de encuentro y salida era la puerta de la ferretería de mi familia. Allí, todos los niños y niñas de las casas baratas y de los pisos grises de San Juanito, nos esperábamos, para entrar juntos al colegio, antes de que sonara la sirena y ante la mirada inquieta y dulce de Juanita Monagas y Adolfito Padrón.

Doña Mary, primero y Doña Trini, sobrina de Don Ramón el cura, después, marcaron y dejaron huella en mi primera etapa en el colegio. Doña Mary, por su dulzura y ternura y la Señorita Trini por su constancia y exigencia a la hora del aprendizaje cotidiano. Claro que todo cambiaba cuando llegaba la hora del recreo y accedíamos todos a la cancha del colegio. Allí la diversión y el juego estaba garantizado, ah…y también el pan de azúcar que nos vendía Juanito el panadero tras la valla de la calle Circunvalación o la reprimenda de Carmelita Barrera si dejábamos el grifo del agua abierto o entrábamos al aula con los zapatos mojados y manchábamos todo aquello que ella, minutos antes, había limpiado.

Por aquel entonces, íbamos a clase de 9:00 de la mañana a las 13:00 horas y de 14:30 a 16:30 horas. Normalmente las clases de Educación Física eran de tarde y como tarea antes de comenzar a hacer los ejercicios, era dar una vuelta completa al campo de fútbol: ¡menudo recorrido! que yo evitaba por mis problemas alérgicos. Doña Dolores la partera y Don Guillermo el practicante, han sido fieles testigos de la medicación que ambos me inyectaron junto Don Juan González Rosales que muchos catarros me curó.

Pero bien, si tan divertida y entretenida era la semana escolar, no digamos la jornada del sábado, una mañana que trascurría de comercio en comercio a lo largo de toda la calle Real, salvo que quedara algo que comprar y nos acercábamos mi madre, mi hermana y yo bien a la tienda de Jorgito en la calle Ramón y Cajal o bien a la tienda de Lorencito López y Otilita en la calle Heredad Satautejo-La Higuera, con José Manuel Guerrero merodeando por allí.

Normalmente, era mi padre quien nos traía al pueblo pero, podía suceder en aquellos tiempos de mucho ajetreo en la ferretería y de bonanza económica, donde el Jeep de mi tío Pepe y los camiones de mis tíos Juanito y Tavito transportaban todo el material necesario para la construcción, que tuviéramos que venir al pueblo caminando por la Cuesta y era entonces cuando comenzaba un periplo de olores, sonidos y colores que difícilmente he podido olvidar: el olor a estiércol de las vacas de Jesús Suárez (Jesucito el de la Cuesta); el sonido del martillo en el taller de timples de Pepito Alemán, padre de Jesucita (tenemos su vivienda a nuestra espalda) y abuelo de Wilfredo, colaborador durante muchos años de estas fiestas; el sonido del serrucho en la carpintería de Maestro Juan Ojeda, el olor a sotal de la frutería de Carmencita Calderín y el color rojo intenso de sus labios, el fuerte olor a pomada, color roja que utilizaba Manolito López, no sólo para curar las torceduras de los caballos y burros de la zona sino también para algún vecino que se acercaba con la misma molestia y que la utilizaba igualmente. Recuerdo perfectamente la ubicación de la mesa de madera donde depositaba todas las herramientas y utensilios para tal fin, justo en un extremo del mostrador donde Candelarita Hernández despachaba víveres a granel en bolsa de papel además de alfalfa, millo y pienso para los animales y justo antes de las escaleras de acceso a su vivienda y a la de su hija, Pepita López y su yerno, Gonzalo Roque. Y como no, el sonido del reloj de La Alcantarilla que puntualmente marcó, y lo sigue haciendo, la hora para los vecinos más próximos y el olor a quemado producido por las hogueras el día previo a las festividades de San Antonio, San Juan y San Pedro. Pero debo confesar que de forma particular puesto que están vinculados a mi familia, al hablar de colores me viene en mente, el verde intenso de las ñameras que mi abuelo Benjamín tenía debajo de las parras, el color naranja del grano del millo que desgranaba todos los veranos, el riguroso luto de la vestimenta de mi bisabuela Inés Rivero del Toro o el olor especial del coche Peugeot de mi abuelo Socorro, bueno en realidad al perro Pupi, un compañero más de viaje en los paseos entre El Castaño y Portada, con mis primos José Antonio y Moisés.

El recorrido hasta alcanzar la Alcantarilla lo conformaban una variedad de establecimientos que crearon mucha actividad con sello de identidad propio: La tienda de víveres de Atilio con la peculiaridad del escalón que contaba para descender a la misma, la tienda de textiles de Salvadorito Santana, padre de María Los Ángeles y Antoñito Infante, padre de Mary Lola. Ignacio López y Pepe Santana podían ofrecerte desde un calcetín hasta cualquier elemento propio de nuestros hogares. De Juanito Fernández, guardo especialmente una imagen relacionada con su carácter serio y de la tienda, la variedad de telas que se agolpaban en la entrada; la barbería de los Ventura, el bazar de Dorita Sosa, el bar de Felipito Armengol y luego el bazar de su hija Angelita Armengol, abuelo y tía de José Armando y de Maite, de la cual conservo aún todos los cuentos de fabulas infantiles que me compraba mi tía Fita a la salida de Misa; la amabilidad de Matildita Estrada que trasladaba a toda su pequeña mercería y el bar Alemán con Antonio, Angelito y Aniceto Alemán al frente, tíos de Rosalía Rodríguez. El bar de Manolito Rodríguez, el surtidor de César Rodríguez padre de José Carlos, que llegué incluso a verle dispensando gasolina, los talleres de los hermanos Muñoz, Gustavo, Juan y Sixto, padre y tíos de Elisa y Juan Sixto y abuelo de mi compañera de trabajo, Elisa Suárez, la venta de bizcochos lustrados de Antoñito Melián, padre de Mary Cely y la ferretería de Laureanito cerraban el circuito comercial alrededor del pueblo.

La Sociedad, por aquel entonces, frecuentada sobre todo por la población masculina, tenía un conserje muy especial, Paquito Rodríguez, que nada más verme sabía que iba en busca de mi padre. Esto sucedía los sábados y a la salida de misa. Era el momento también de ver a Miguelito Carrillo y a Manolito Gutiérrez, bien ataviados con su ropa de guardia municipal e imponiendo autoridad.

Pepito Clemente, por aquel entonces, ya defendía los intereses de los trabajadores de la compañía de transporte Melián como representante sindical de la misma y Pepito Déniz Naranjo, cultivaba todos los terrenos propiedad de su suegro José González Dávila localizados en el centro del pueblo.

Los rincones de nuestro pueblo, los personajes populares y los ciudadanos de a pie fueron retratados por un hombre que casi pasaba desapercibido por ser la discreción su máxima particularidad, Juan Castro. Allá por donde iba cargaba su cámara fotográfica y era muy común encontrarle un domingo por la mañana en el Parque o allí donde los padres sacaban a sus hijos a pasear y tomar una instantánea del momento. Aquí, en la Plaza era habitual verle y sobre todo en un día especial para los niños, el día de nuestra Primera Comunión, y en el pequeño agasajo que el cura Don Ramón Falcón Pérez acompañado de Don Francisco Navarro, organizaba para todos los niños mientras nos entregaba el recordatorio de haber obtenido este Sacramento. Él instauró para los niños, las Misa de los sábados a las doce del mediodía. Y fue ahí cuando aprendí a compartir con mujeres de muchísimos valores humanos y un gran saber estar: Mariquita Luisa López, Julita Alvarado, Adolfinita Ramírez, Conchita Coba, Elenita Talavera, Mariquita Luisa la del teléfono, como se le conocía, al llevar durante mucho tiempo la centralita de Telefónica de Santa Brígida, antes de que lo hiciera su hija Mercedita y su hijo Juan Jesús y Milagrito, la mujer de Miguelito Rodríguez y que con alguna de ellas coincidí en la fiesta de la Cruz de las Tres Piedras cada 2 de mayo. Era un día festivo y de convivencia donde acompañaba a mi tía Fita y a Sisita Ventura. La gente del pueblo, subía la Cuesta del Cementerio hasta llegar al Molino y de ahí hasta Cruz. El verdadero aliciente era la merienda que cada uno llevaba para compartirla allí. A este escenario se suman otras personas que influyeron en mí de manera notoria, mis abuelas, Carmen y Soledad. De ellas, guardo un especial recuerdo por el arrope sentimental que desprendían en cada momento que compartimos, momentos afortunados que prolongué hasta bien entrada mi vida adulta. Junto a ellas se encontraban mis tías abuelas, Lolita y Felicita personas protagonistas de un entorno familiar envidiable que se generaba en el patio central de su casa.
Y llegaba el domingo, día de paseo familiar y…de cine a las tres de la tarde. Hoy los niños de aquella edad van al cine a ver películas infantiles y con variedad en la cartelera nosotros, sin embargo, teníamos una sola temática con un único protagonista: Cantinflas. Pero era divertido ya que la sesión de risa estaba garantizada mientras nos comíamos las golosinas que comprábamos en la entrada, y eso sí, todo bien organizado y supervisado bajo la atenta mirada de Tomasito Monagas.

Hoy nos desplazamos a las áreas comerciales en busca de un determinado servicio, momento éste inimaginable en aquella época por parte de nuestros vecinos ya que el pueblo estaba dotado de todos ellos. Ejemplo de ello lo tenemos en Reinaldo, Eladio y Antonio Cárdenes Brito al frente de su panadería en el Calvario, eran hijos de Fernando, primo de mi abuela Carmen; Enrique, Santiaguito y Pepe Benítez, con su taller de mecánica y electricidad en el garaje de Manolito Ventura, padre de Manolín Ventura y abuelo de Lorenzo y Félix Ventura, en la calle Ramón y Cajal. Manolito era el Guardia Jurado de la Heredad. Su función era la de mantener en buen estado la acequia del edificio de la Alcantarilla; Maestro Manuel Rivero al frente de su carpintería, de la que su hijo Pedro tomó el relevo más tarde; la peluquería de Lucía Sosa frente al Juzgado de Paz y en el lado de arriba de la casa de Susanita Rivero, hermana de mi bisabuela; la barbería de Dámaso y Antonio González junto al taller de costura de Hortencita Ventura; Gonzalo Ascanio en su panadería; Luisito Medina y Solita en su tienda de aceite y vinagre aunque Luisito pasaba más tiempo sirviendo los piscos acompañados de una tapa de caballas a personas que nos bsequiaron con largas tertulias de mucho interés: Gonzalito Cabrera, mi abuelo Pepito Socorro, Adolfito Padrón, Antoñito Tadeo o Sebastián Déniz; Pepe Luis González y su taller de chapa y pintura en La Vuelta al Molino; la originalidad de la zapatería de Andresito Sánchez, en el Calvario, espacio que compartía no sólo para el ejercicio de su artesanal oficio sino además para el cuidado de sus pájaros canarios, y, por contar con pequeñas industrias, contábamos hasta con una incipiente industria farmacéutica promovida por una relevante persona que dejó huella entre nuestros vecinos: Don Elías Artiles Arencibia. Combinaba su farmacia con un pequeño laboratorio en la calle Calvo Sotelo donde tenía como responsables a varios vecinos que, de la misma forma, dejaron huella entre nosotros, especialmente Juan Déniz, un “aprendiz a químico” que llegó a reunir para comprarse una moto en la empresa de José Juan Déniz y Manolo Ventura, vecinos del Gamonal, instalados en la calle León y Castillo de Las Palmas de Gran Canaria. Mi padre fue testigo de ello ya que le pidió que lo acompañara para comprarla y traerla en su camioneta a Santa Brígida. Jaime Rodríguez y José Hernández conformaban el resto de la plantilla laboral. La tienda de Rita, en La Alcantarilla, la de Dorita Déniz, en la calle de la farmacia de atrás, la carpintería de Benito Troya y Poldita, el bazar de Rosita, la tienda de ropa de Elvira, el bazar de Ramoncito y la librería de Pili, de la que aún conservo mi primer atlas del mundo, conformaron nuestro inicial crecimiento económico y tejido empresarial.

Para concluir y aprovechando el tema que nos reúne, reclamo a las generaciones presentes y venideras a luchar por recuperar la imagen de municipio de interior, puerta de acceso a las medianías de Gran Canaria y la verdadera Villa de las Flores que todos llevamos dentro, a través de un relevo generacional de todas las familias que conformaron la verdadera cohesión social y la identidad como pueblo hospitalario, afable y sincero.

Alcalde, Corporación Municipal, vecinos y vecinas, amigos todos, la fiesta está pregonada. Y a partir de ahora les invito a que todos los actos religiosos y culturales que se desarrollen, desde hoy y hasta el próximo domingo 7 de agosto, muestren nuestra verdadera responsabilidad afianzando nuestra identidad local hasta el final.

Les agradezco enormemente la atención prestada.

¡Viva las Fiestas Patronales! ¡Viva!

¡Viva Santa Brígida!

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